Todos, todas y todes: una mirada lingüística sobre el lenguaje inclusivo

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Por Augusto Mónaco, profesor en Letras (Universidad Nacional de Mar del Plata),Técnico Superior en Comunicación Social (ISFDyT Nº 165), fundador de 4KL Productora Audiovisual y realizador audiovisual.

Cuando alguien utiliza el lenguaje inclusivo en una conversación, un mensaje o un discurso surgen inevitablemente murmullos de desaprobación, sonrisas cómplices y gestos de horror. Los argumentos a favor y en contra del lenguaje inclusivo abundan y son de los más variados: “están destruyendo el lenguaje”, “es una forma de reconocer la igualdad de género”, “suena ridículo”, “es un uso político-ideológico del lenguaje”, “es un uso feminista y antipatriarcal”, etc.

En este artículo vamos a hacer un análisis de este fenómeno desde el punto de vista lingüístico. Aclaremos de antemano que la lingüística no responde a la Real Academia Española (RAE), sino al estudio científico de la naturaleza y los hechos del lenguaje. Vale decir que en el lenguaje no hay reglas capaces de determinar cuáles son las formas correctas e incorrectas de hablar, sino los usos que pueden ser más o menos aceptados en determinados contextos.

Partamos de algunos conceptos claves de De Saussure, el padre de la lingüística, que al día de hoy mantienen absoluta vigencia. Él establece entre otras características de la lengua su carácter arbitrario. Esto quiere decir que no existe una relación entre las palabras y lo que ellas significan. Las palabras son convenciones, acuerdos tácitos entre los hablantes y cada lengua tiene los suyos. En español, la palabra “niño» significa ser humano varón y no adulto, pero en inglés «niño» ni siquiera tiene un significado. Desde este punto de vista, la lengua es un contrato del que algunas instituciones y grupos sociales pretenden apropiarse, pero que en realidad pertenece a todos los hablantes. Lo que no podemos discutir es que la lengua dominante es la lengua de la clase dominante.

En el prólogo a la primera gramática del español, Antonio de Nebrija le escribía a la Reina Isabel (que acababa de plantar su bandera en tierra americana) que la lengua siempre fue compañera del imperio y, por lo tanto, una herramienta de dominación. De hecho, formalizar la lengua en una gramática fue un hecho fundamental para el sometimiento y la conquista de América. Sin embargo, por mucho que le pese a la RAE, la lengua no se decide en sus reuniones, sino que se desarrolla en cada conversación y en cada discurso de cada hablante. Desde este punto de vista el lenguaje inclusivo no es correcto ni es incorrecto; simplemente es usado y -por eso- forma parte del lenguaje (le pese a quien le pese). Puede gustarnos o no, pero eso no le otorga ni le quita validez en lo más mínimo.

La idea de que es una forma de destruir el idioma no resiste un análisis histórico. Lo mismo decían de la poesía de Góngora que traía palabras y estructuras del latín al castellano y que después del éxito de sus poesías pasaron a formar parte del habla cotidiana. “Adolescente”, “púrpura”, “joven” y “neutralidad» son sólo algunas de las que usamos en nuestro día a día. Incluso mi profesor de Latín nos decía -en tono humorístico- que el español era un latín mal hablado por los antiguas legiones romanas que poblaban las tierras de Castilla. Es más, si nos preguntamos por qué hueso lleva una “h» inicial siendo que deriva del latín “oseo” que no comienza con “f» (que la letra que solía enmudecerse), la respuesta nos dejará perplejos. La RAE decidió ponérsela porque las “h» se veían más cultas ¿Y quién ha discutido desde entonces el uso de esa “h”?

     

Muchas veces el purismo lingüístico responde a un posicionamiento que está en directa contradicción con la historia de la lengua. Esto se debe a otra característica de la lengua que estableció De Saussure: la mutabilidad histórica. La lengua cambia inevitablemente a lo largo de los años porque es cultural y la cultura está en constante cambio.

Evidentemente muchos de estos argumentos están basados en dos posicionamientos básicos: a) quienes se oponen al lenguaje inclusivo porque se oponen a la ideología que representa y b) los que se oponen por considerarlo incómodo para integrarlo a su lenguaje cotidiano.

La oposición ideológica es aceptable desde el punto de vista lingüístico. Sin embargo, debería asumirse simplemente como eso, una postura ideológica, en lugar de disfrazarse de fundamentalismo lingüístico.

Es cierto que las palabras terminadas en -ante y -ente como estudiante o presidente son neutras. También es cierto que cuando -por ejemplo- Cristina Fernández de Kirchner pidió ser llamada «presidenta» estableció una sobrecorrección de género en una palabra que no era masculina y era -por lo tanto- igualitaria. Pero también es cierto que desde hace siglos se acepta sin chistar la palabra “sirvienta” que responde al mismo fenómeno lingüístico. Evidentemente es más fácil de aceptar que una mujer sea «sirvienta» a que sea “presidenta”. Esto es una cuestión ideológica. En la Argentina por simple generalización el lenguaje inclusivo quedó asociado al kirchnerismo y muchas veces su rechazo o defensa responde a los sentimientos que este movimiento político despierta en cada hablante.

Otros lo desestiman por considerarlo incómodo, ya que usarlo supone tener que analizar racionalmente cada oración en busca de sustantivos y adjetivos para reemplazar género. Esto es la terminación plural masculina en “o» (todos, nosotros, etc.) por la neutra terminada en “e» (todes, nosotres, etc.). Este sí es un argumento válido desde el punto de vista lingüístico -y esto también lo plantea de Saussure- debido a que la lengua rechaza los cambios súbitos. No podemos cambiar una palabra y esperar que al día siguiente todos los hablantes de la lengua incorporen ese cambio a su vida cotidiana porque requeriría un esfuerzo colectivo enorme.

En este sentido los promotores del lenguaje inclusivo cometen un grave error: esperar que todos los hablantes puedan -ya no incorporar una palabra-, sino transformar estructuralmente todo el lenguaje incorporando el género neutro en cada uno de los sustantivos y adjetivos del castellano.

Esto a su vez, conlleva un problema clasista debido a las enormes diferencias existentes en el capital lingüístico de la comunidad hablante del castellano. Sólo aquellos que puedan analizar una oración racionalmente en tiempo real para reconocer los sustantivos y adjetivos masculinos plurales podrán usar el lenguaje inclusivo. Los que no puedan hacerlo serán inevitablemente excluidos -paradójicamente- del lenguaje inclusivo.

Esto no significa, sin embargo, que el lenguaje inclusivo no pueda imponerse. Pero su implementación debe ser gradual para que pueda ser asimilada por los hablantes. Pienso que se tendría que empezar por imponer -por ejemplo- el «todes», luego el “nosotres» y así ir incorporando sustantivos progresivamente. De este modo los usuarios empezarán a asimilar este nuevo género gramatical de manera natural. Una vez asimilado a nivel inconsciente ya podrían incorporarlo en el habla cotidiana. No será fácil, pero tampoco es imposible: la lengua cambia inevitablemente a lo largo de la historia. Y quizás así, algún día, tal vez, hasta sus más fieros detractores pasarán -sin darse cuenta- a incluirse en el  lenguaje de todes.