¿Qué pasa en las familias hoy?

"La familia no está en crisis, ha cambiado su forma, pero como institución permanece".

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Por Blanca Sánchez. practicante del Psicoanálisis, miembro de la Escuela de la Orientación Lacaniana y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis, docente del Instituto Clínico de Buenos Aires y co-responsable del Departamento de Estudios Psicoanalíticos sobre la familia, supervisora del equipo de familias del Hospital Tobar García y autora del libro «Modos de hacer familia».

Blanca Sánchez.

Contrariamente a lo que se puede pensar, la familia no está en crisis. Podemos afirmarlo porque la familia perdura, se mantiene, se renueva, muta. Ha cambiado su forma, pero como institución permanece. Quizás porque no hay sujeto sin familia, no hay niño sin una institución que lo reciba, que lo albergue aún si esa institución es la calle misma.

Si decimos que ha cambiado su forma es porque ya no hablamos de la familia tipo, sino de tipos de familia. Ya no existe el modelo de familia singular e ideal válido para todos de manera universal. Hablamos de familias en plural, con todas sus variantes: familia tradicional, ensamblada, monoparental, homoafectiva, adoptiva, trans, incluso las familias sin hijos, sobre las que no nos detendremos en esta ocasión. Podríamos decir entonces que lo que está en crisis es el funcionamiento de las familias, las funciones que debe cumplir.

 

La familia es algo que se hace

La familia es una estructura de relaciones simbólicas, lo que nos permite concluir que no es necesario un lazo de sangre para formar una familia, no es algo natural, la familia es algo que se hace. Aun cuando se tiene un hijo, a ese hijo, en todos los casos, hay que adoptarlo. Todos somos hijos ‒seamos hijos biológicos o no‒ somos adoptados. Hay allí en juego un consentimiento ligado a un deseo, decidir y aceptar adoptar a un niño para criarlo. Del mismo modo, hay que lograr que el niño adopte a sus padres, lo padres tiene también que hacerse adoptar por el niño; cada niño adopta a sus padres. Gran parte de la problemática familiar, así como la de muchos niños y adolescentes, se producen cuando esta doble adopción no se produce.

 

El lugar de una transmisión

Lo que hace perdurar a la familia es el hecho de que en ella se pone en juego una transmisión. No solamente la transmisión de la vida, sino una transmisión que posibilita el surgimiento de una subjetividad, el nacimiento de un sujeto, de una persona con una historia, aspiraciones, deseos, marcas de vida. Esa transmisión se realiza a través de las funciones que ejercen el padre y la madre.

La función materna se asocia a los cuidados sobre el niño, pero esa función es ejercida por alguien que tiene una falta. Es alguien que falta al ideal universal de lo que sería ser una madre ejemplar; una mujer a quien algo le falta, cuya falta la lleva a tener un deseo, y cuyo deseo puede tener que ver con tener un niño; que el niño no llegue a colmarla, lo que sería de muy buen pronóstico para él. Como sea, la madre no existe… no hay una esencia de lo que es ser una madre. Una madre es una mujer, o un sujeto más allá de su sexo, que ha elegido maternar, con toda una historia de vida que la acompaña. Por eso existe una división entre la mujer y la madre. Como madre, está en falta con lo que la hace mujer; como mujer, está en falta con lo que la hace madre.

La función del padre se suele asociar con la ley, pero una ley que en primer lugar lo trasciende, lo atraviesa a él mismo. El padre es además un vector, orienta hacia lo vivo de un deseo. No es una ley muerta, que solo dice que no, es una ley que también dice que sí. Y sobre todo no es una ley arbitraria, caprichosa; el padre no es la ley, la representa. De alguna manera, regula lo que se puede y lo que no se puede, regula las satisfacciones prohibidas y las permitidas. Si orienta al niño hacia la posibilidad de que tenga un deseo en la vida, es porque él también está atravesado por un deseo. Un padre que pueda asumir su función sin entrar en el deber que puede volverlo un poco necio.

No son funciones anónimas, ponen en juego el deseo de cada uno de los que las ejercen respecto del niño y de ellos mismos. Pero sobre todo, presentifican un deseo de alguien con nombre propio y que responde.

Así definidas las funciones, se alejan del padre y la madre ideales, del deber ser. Se trata de pensarlos como padres de carne y hueso, con sus faltas, con sus fallas, con sus aciertos y con su propia historia, con sus propias marcas, con lo que recibieron también de sus propios padres.

No hay manera de saber qué es ser madre o qué es ser padre. No está escrito en ningún lugar, no viene prefigurado genéticamente ni instintivamente. No existe en los seres humanos el instinto materno o paterno. No hay manera de terminar de saber por qué alguien deseó o no embarcarse en la aventura que es criar a un niño, eso se construye cada vez para cada uno. Habrá que ver en cada caso cómo y a partir de qué.

 

Algunas causas de las mutaciones familiares

El malestar en la cultura ‒como decía Freud‒, los impasses en la civilización ‒como diríamos con Lacan‒ afectan a la familia, producen nuevas subjetividades, trastocan los ideales y los modelos de familia que teníamos hasta ahora.

Las nuevas configuraciones familiares resultan, además de los cambios de las leyes y de los avances científicos, de diversos cambios socioculturales como el acceso de las mujeres al mercado laboral, los movimientos feministas, la reconsideración del lugar del niño en la familia. Pero fundamentalmente lo que ha influido fuertemente ha sido lo que se puede denominar de diferentes maneras: la caída de los grandes relatos, la caída de la tradición, la devaluación de la figura paterna, la crisis del patriarcado. El patriarcado ya no es más el sistema de parentesco que organiza y regula la vida y las formas de gozar de los miembros de la familia. La autoridad del padre, en cierto modo, se volvió insostenible y también insoportable.

Este proceso está acompañado de una precarización del sistema simbólico, una devaluación de la palabra. En las formas actuales de diálogo, no se habla sino que se pone trata de un puro intercambio de información. La palabra está vaciada, sin matices, sin equívocos, no hay lugar para reconocer las manifestaciones del inconsciente. Se toma la palabra al pie de la letra, sin tener en cuenta que cuando hablamos no solo no decimos lo que queremos decir, decimos más de lo que queremos, sino que además el otro escucha lo que quiere escuchar. Se elimina el malentendido propio de la palabra que necesita de la conversación y se pierde toda su riqueza simbólica.

A esto se suma al modo de circulación de la información a partir de toda clase de dispositivos tecnológicos, el auge de internet, el aplastamiento de la dimensión temporal en la que todo es aquí y ahora.

La generalización de los discursos sobre la identidad de género ha llevado a que se genere un nuevo modo de definir al ser: soy lo que digo que soy, por lo que las personas devienen sujetos de pura voluntad. Por ello, por ejemplo, se reivindica la responsabilidad jurídica de la infancia, se hace del niño un puro sujeto de la voluntad, su palabra se reduce a un querer, lo que los lleva a tener que autorregularse y autodenominarse.

Por último, no podemos dejar de lado el hecho de que el neoliberalismo ha construido un nuevo modo de subjetividad: el individualismo contemporáneo, el auge de los sujetos cada vez más solos en su modo de gozar y de vivir y más desinteresados por el otro.

 

Ser padres hoy

Todas estas características de la época afectaron a las funciones paterna y materna. También a las presentaciones de los niños y los adolescentes.

Las funciones paterna y materna que antes estaban claramente diferenciadas, repartidas entre los sexos y que construían un sistema de parentesco sostenido en la tradición, están hoy en crisis. Ahora, estamos frente a lo que se ha denominado las parentalidades, o las mapaternidades. La parentalidad puede ser un modo de nombrar la gran pluralidad de formas familiares, es decir, el modo con el cual poder nombrar a los padres de las familias ensambladas, homoafectivas, monoparentales, trans, adoptivas.

Pero en lo que hace a las funciones, la parentalidad indica que no hay una diferencia y una jerarquía de roles marcada. Las funciones maternas y paternas no se diferencian y devienen simétricas e intercambiables, cuando no se reducen simplemente a maternar mientras que se neutraliza el lugar del padre. Se piensa que una u otra pueden desempeñarse de la misma manera por cada uno de los padres, eliminando no solamente la diferencia entre las funciones sino las diferencias que cada uno de ellos tienen para llevarlas a cabo. Así, en contrapartida con la posibilidad de encarnar un deseo que no sea anónimo, las funciones se vuelven anónimas, sin la marca propia de cada quien.

Se desdibuja la figura de autoridad, con lo que tenemos así padres que se ponen a la altura de sus hijos, alternando entre la permisividad absoluta y la rigidez implacable cuando las cosas se les van de las manos.

Se pierden los referentes de la tradición para responder a la pregunta sobre el ser padres, aunque sea por la negativa, es decir, ser algo diferente de lo que fueron los propios padres. Algunos llegan a ser padres “de tutorial”; buscan en YouTube los “tips” para afrontar la crianza de los niños, cuando no apelan al counseling que constituye las crianzas basadas en las teorías del apego, que lamentablemente generan en los niños severos problemas con la separación.

Los padres de hoy no logran autorizarse en su función, que a veces depositan en la escuela. Cualquier intento de autoridad es leído por ellos mismos y por sus hijos en términos de autoritarismo, y cualquier límite como un atentado a los derechos del niño.

El resultado es que a veces nos encontramos con niños enloquecidos y padres desesperados, cuando no con niños exasperados y padres enloquecidos. Las manifestaciones más frecuentes son niños con hiperactividad, niños tiranos, o niños objeto, ya sea del mercado, de los padres, de la ciencia. Niños sobreadaptados o altamente dependientes.

La mayos crisis en la función de observa en el hecho de que los niños deben fundar a la familia, a diferencia de antaño que era el padre quien fundaba a la familia. Es el pequeño quien tiene que designar, distribuir las funciones del padre y de la madre.

Tenemos también las batallas adolescentes, con sus teorías del complot ya que perciben que cualquier demanda que provenga de la familia o la escuela, cualquier límite que se les imponga es vivido como un imperativo tiránico, nada tiene valor de ley. Pero fundamentalmente están afectados por un déficit de respeto: quieren ser respetados por alguien a quien ellos no respetan.

El autoerotismo con los celulares y los juegos se ponen a la orden del día, así como también una autoerótica del saber: ya no van a buscar el saber en el otro, aunque engañándolo, seduciéndolo, interrogándolo. Google lo responde todo. “Lo veo, lo quiero, lo tengo” propio de la virtualidad es el lema que comanda los lazos y la adquisición de objetos, produciendo una multiplicación de lo posible.

La precarización de lo simbólico se pone de manifiesto es las jergas compartidas, los códigos de memes y emojis que los adultos no podemos terminar de comprender. La brecha generacional es cada vez más abierta en menos diferencia de tiempo.

Los síntomas más frecuentes aparecen ligados a las adicciones, los trastornos alimentarios, los cortes, la apatía, la desconexión con los otros.

 

¿Qué no hacer?

Si la crisis está en el funcionamiento, decir qué hacer sería ir contra el espíritu del psicoanálisis. Apostemos, mejor, por decir qué no hacer.

No olvidar que la familia no responde a ningún ideal, ni llevarla a eso tampoco. La familia es un modo de regular la satisfacción y el deseo de cada uno, es el lugar donde un niño nace al mundo, construye su mundo en la familia, y de donde el adolescente sale al mundo que querrá construir para sí. Funcionará siempre y cuando pueda alojar la palabra, conversar a pesar de que el malentendido estará siempre presente. Dar lugar a las diferencias, la singularidad de cada uno de los que la integran, contra el empuje natural de uniformidad. Saber que las funciones en tanto tales serán siempre fallidas, nunca logradas del todo.

No intentar hacer del padre “el buen padre”, no solamente porque eso no existe, sino porque un padre que quiere imponer su figura del autoridad hoy resulta irrelevante y hasta un poco obsoleto. Es pensar al padre como alguien que incida a través de su carisma. Que tenga algo de un líder carismático que conduzca al niño y al adolescente a encontrar los caminos que no lo arrojen a una satisfacción mortífera en el exceso en cualquiera de sus formas, sino que le permitan encontrar una satisfacción compatible con la vida y sostenida en el deseo más que en la compulsión.

Tampoco empujar a las madres a ser “la buena madre” haciendo que los cuidados que ejerza sobre su niño se transformen en una técnica de excelencia en lugar de un modo de transmisión por la vía del amor y el deseo. Se trata de que una madre pueda ser la madre que pueda ser, que permita una separación que no sea forzada, pero tampoco autogestada, que pueda acompañar al niño y al adolescente sin atarlo ni dejarlo a la deriva.

No olvidar que si algo funda a la familia es un deseo y un lazo amoroso, más allá del lazo de sangre, o incluso como más importante que él.

Poder restituir a la palabra su lugar y su poder aprovechando las ocasiones que se nos presenten, para estar abiertos a las contingencias más allá de los modos de comunicación que han llegado para quedarse.

Para no permanecer en una posición pesimista y apocalíptica, si algo tiene de positivo la época actual es el hecho de que permitió romper con la idea de la familia tipo, la familia ideal. Abre así a la posibilidad de pensar que, en estos diversos tipos de familia, cada quien con algunos otros pueda encontrar su modo de hacer familia alojando en ella las diferencias, los deseos, las inquietudes, los estilos de vida de cada uno, en contra del empuje a la uniformidad. Es una época que más que nunca nos desafía a la invención, a la que debemos apelar cada vez.